Normalmente salgo de excursión fotosenderista (mi actividad favorita, a la que puedo dedicar tiempo por mi condición de jubilado) tres o cuatro veces al año (descontadas las excursiones familiares vacacionales, en las que, lógicamente, he de amoldarme y limitarme a la fotografía familiar o de recuerdo). La próxima, por supuesto, será a Ordesa a finales de octubre. En esas excursiones suelo evitar las horas centrales del día, entre las 11 y las 17 horas, porque no me gusta en absoluto esa luz cenital que "aplasta" los colores, así que suelo comer temprano y, si puedo, echarme una pequeña siesta hasta que el sol comienza a caer y me ofrece la luz y los contrastes que me gustan. Salvo en días nublados o neblinosos, claro, que son los que más me gustan para disparar con el balance de blancos en nublado y obtener, así, más saturación en los colores. En alguna ocasión, con celajes nublados y viento fuerte en altura, he disfrutado muchísimo esperando, simplemente, el momento propicio, como hace un fotógrafo de naturaleza escondido en su hide a la espera de su "presa". Mis amigos pirenaicos suelen ascender a las cimas (se conocen muy bien las pistas forestales por las que ascender en 4x4) y pernoctar en vivac para procurarse experiencias maravillosas de caza de imágenes increíbles de los crepúsculos y los movimientos de la niebla entre las montañas. Y han sido ellos los que me han enseñado el encanto y el disfrute de la espera, de esa fotografía en calma, pausada, esperando que "la pieza" se presente por sí sola ante la cámara. Yo también he experimentado ese gozo, aunque mucho menos ambicioso en el esfuerzo, sentado bajo un árbol, con un buen bocata de tortilla española, a esperar que el paisaje a mi alrededor se me presentara en sus distintos matices con el paso de las horas. Os dejo un ejemplo de esa experiencia y espero vuestras aportaciones.
